Paciencia y resignación de las almas
Paciencia y resignación de las almas
1. Punto Primero
Es verdad que las Almas del Purgatorio padecen imponderables penas, y sin mérito: pero las padecen con una paciencia y resignación admirables. Conocen a Dios con luz perfectísima, lo aman con purísimo amor, y desean ardentísimamente poseerlo: pero al ver sus faltas, bendicen y adoran la mano justa que las castiga.
¡Oh, y con cuánta más resignación que los hermanos de José, exclaman: con mucha más razón nos castigas, Señor; pues cuando pecamos no temimos tu poder y justicia, frustramos los designios de tu amor y sabiduría, ¡despreciamos tu majestad y grandeza y ofendimos tus perfecciones infinitas! Justo es que seamos castigadas.
Hombres sin conocimiento de la verdadera religión fueron agradecidos a sus bienhechores; Faraón hizo a José virrey de Egipto, porque le interpretó un sueño misterioso. Asuero elevó a Mardoqueo a los primeros empleos de Persia, porque le descubrió una conspiración; hasta los osos, y los leones, y otras fieras indómitas, agradecidas defendieron a sus bienhechores; y nosotras, creada a tu imagen, redimidas por tu Sangre, honradas con bienes de fortuna y exaltadas con tantos dones de la gracia, ingratas ¡Ay! Te abandonamos en vida. Sí; purifícanos en este fuego; ¡por acerbas que sean nuestras penas, bendeciremos y ensalzaremos tu justicia y misericordia infinita!
Todavía más: es tanta la fealdad del pecado, por leve que sea, que si Dios abriera a esas almas la puerta del cielo, no se atreverían a entrar en él, manchadas como están; sino que suplicarían al Señor las dejara purificarse primero en aquellas llamas. No de otra suerte que una doncella escogida por esposa de un gran monarca, si el día de las bodas apareciese una llaga asquerosa en su rostro, no se atrevería a presentarse en la Corte, y suplicaría al Rey que difiriese las bodas hasta que este perfectamente curada.
¡Oh pecado, por leve que parezcas, qué mal eres tan grave, cuando las mismas almas preferirían los horrores del Purgatorio a entrar en el cielo con la menor sombra de tu mancha!
Medita un poco sobre lo dicho.
2. Punto Segundo
Mira, cristiano, si puede darse locura mayor que la tuya... Te reconoces deudor a la justicia divina de horribles penas, por los pecados enormes que cometiste en la vida pasada, y por las innumerables faltas que al presente caes todos los días; que no basta confesarte; que la absolución borra, sí, la culpa, más, no condonando toda la pena, es preciso satisfacer a la Justicia divina en éste, o en el otro mundo; y no obstante, jamás te cuidas de hacer penitencia.
Ahora podías expiar tus culpas fácilmente, y con mucho mérito tuyo: una confesión bien hecha, una misa bien oída, un trabajo sufrido con paciencia, una ligera mortificación, una limosna, una indulgencia, un Vía Crucis hecho con devoción, podrían excusarte espantosos suplicios: y tú lo descuidas, todo lo dejas para la otra vida.
¡Ay! ¿Has olvidado, por ventura, cuan horribles son y cuánto tiempo duran aquellos tormentos? ¿No sabes que, según afirman ciertos autores, fundados en revelaciones muy respetables, varias de aquellas almas han estado siglos enteros en el Purgatorio, y otras estarán allí hasta el juicio final? ¡Insensato!
¡Las Ánimas, dice San Cirilio de Jerusalén, mejor querrían sufrir hasta el fin del mundo todos los tormentos de esta vida, que pasar una sola hora en el Purgatorio; y tú quieres más arder siglos enteros en el Purgatorio, que mortificarte en esta vida un solo momento! ¡Oh espantosa locura!
Medita un poco lo dicho, encomienda a Dios las almas de tu mayor obligación y pide, por la intercesión de María Santísima, la gracia que deseas conseguir en esta novena.
3. Ejemplo, oración y obsequio
Había en Bolonia una viuda noble, que tenía un hijo único y muy querido. Estando divirtiéndose un día con otros jóvenes, pasó un forastero y les interrumpió el juego. Reprendiéndole ásperamente el hijo de la viuda y resentido el forastero, sacó un puñal, se lo clavó en el pecho, y dejándolo palpitando en el suelo, echó a huir calle abajo con el puñal ensangrentado en la mano, y se metió en la primera casa que encontró abierta. Allí suplicó a la señora que por amor de Dios lo ocultase; y ella, que era precisamente la madre del joven asesinado, lo escondió, en efecto.
Entretanto, llegó la justicia buscando al asesino, y no hallándolo allí, “sin duda, dijo uno de lo que lo buscaban, no sabe esta señora que el muerto es su hijo: pues si lo supiera, ella misma nos entregaría al reo, que indudablemente debe estar aquí”.
Poco faltó para que muriese la madre de sentimiento al oír estas palabras. Más luego, cobrando ánimo y conformándose con la voluntad divina, no sólo perdonó al que había muerto a su único y estimado hijo, sino que le entrego todavía una cantidad de dinero y el caballo del difunto, para que huyese con más prontitud; y después lo adoptó por hijo.
Pero ¡cuán agradable a Dios fue esta generosa conducta! Pocos días después estaba la buena señora haciendo oración por el alma del difunto, cuando de pronto se le apareció su hijo todo resplandeciente y glorioso, diciéndole: “Enjuga tus lágrimas, madre mía, y alégrate, que me he salvado. Muchos años tenía que estar en el Purgatorio, pero tú me has sacado de él con las virtudes heroicas que practicaste, perdonando y haciendo bien al que me quitó la vida. Más te debo por haberme librado de las terribles penas, que por haberme dado a luz. Te doy las gracias por uno y otro favor: adiós madre mía, adiós: me voy al cielo, donde seré dichoso por toda la eternidad”.
Oración a Jesús coronado de espinas
¡Oh amabilísimo Redentor mío! ¡Los pecadores se coronan de rosas, los reyes de la tierra se ciñen coronas de diamantes y perlas, y Vos, rey inmortal de los siglos, estás coronado de espinas! ¡Oh, si tu corona se clavase en mi cabeza, para arrancar de una vez mi soberbia y malos pensamientos! ¡Oh, si a lo menos una de esas espinas atravesara mi conciencia, y no me dejara reposar hasta que no hubiera cambiado de vida! Señor, ya no quiero más coronas de flores en este mundo, sino de espinas por vuestro amor.
Y Vos, Padre Misericordioso, aceptad, en sufragio de las pobres Almas del Purgatorio, aquellas humillaciones y dolores acerbísimos que sufrió tu amado Hijo cuando lo coronaron de espinas. Por aquellos escarnios que lo ultrajaban, por aquella sangre que corría de su cabeza santísima, a fuerza de los crudelísimos golpes que sobre las espinas le daban, por aquel dolor que atravesó el corazón de su angustiadísima Madre, alivia, te lo suplico, a las afligidas Almas del Purgatorio y concédeles pronto la corona incorruptible de la gloria.
Y para alcanzar de Vos esta gracia, diremos cinco Padrenuestros, cinco Avemarias y un Gloria.
Obsequio
En sufragio de las Almas del Purgatorio, aplicar la indulgencia que se pueda ganar cada vez diciendo devotamente: Jesús, José y María, les doy el corazón y el alma mía.