¿No les pasa que cuando conocen a una persona que irradia transparencia se sorprenden? Esa que se muestra tal como es, donde sus ideas coinciden con sus acciones: una persona sin doblez.
¿No les surge inmediatamente una especie de admiración por estas personas? ¿No los motiva a intentar parecerse más a ellas?
Y tal vez no entendemos en seguida qué es lo que nos atrae de esas personas. Pero reflexionando luego caemos en la cuenta de que lo que nos cautiva es la vivencia de una vida auténtica.
“Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie. Adiós. Mi bendición madure esto en ti.” (Hamlet, Acto I, escena VIII)
Antes de empezar a desarrollar qué significa esto de ser auténticos, vamos a definir lo que no es:
La autenticidad no es satisfacer nuestros deseos e inclinaciones en todo momento sin atenerse a las consecuencias.
No es hacerle caso a nuestras emociones y sentimientos sin atender a la razón.
No es hacer un uso despreocupado de nuestra libertad desligada de la responsabilidad.
No es ir mutando de personalidad en personalidad hasta ver con cuál me siento cómodo hasta que me canse y busque alguna que me siente mejor.
No es algo que construyo a partir de las expectativas de los demás o de lo que “necesita” de mí mi grupo de pertenencia en determinado momento.
“Que sea verdadero, es decir, que sea lo que predica, o que se esfuerce por serlo, o que al menos sea tan sincero que admita de sí mismo que no lo es…”
(Kierkegaard, Ejercitación del cristianismo)
En los posts anteriores mencionaba la importancia que tiene conocerse a uno mismo. Debemos examinar y delimitar nuestra personalidad para entender de dónde venimos y hacia dónde vamos. En definitiva, para conocer cuál es el sentido que encamina nuestra vida y qué tan realistas son las metas que nos hemos propuesto.
Este camino inevitablemente nos conduce a un elemento clave para definir la autenticidad. Me refiero a la noción de identidad. La identidad se construye a lo largo de toda nuestra vida y se encuentra sostenida por la personalidad, la historia personal, la cultura, etc.
A medida que una persona crece y comienza a hacerse más independiente, cae en la cuenta de que las consecuencias de sus actos afectan diferentes aspectos de su vida con más gravedad; algo muy diferente de cuando esa persona era un niño, por ejemplo. ¿Cómo deduce esto? Indudablemente a través del error y de la equivocación, elementos propios de nuestra humanidad.
Y puede pasar que, a través de los fallos o desaciertos, la persona llegue a preguntarse quién es y qué es (o ha sido) capaz de hacer. Las consecuencias de nuestros actos llevan a preguntarnos sobre nuestra identidad. Estos actos en general materializan quiénes somos. Y nos damos cuenta que somos más lo que hacemos que lo que pensamos o lo que decimos. Y esto está bien, es necesario. Son estas situaciones las que nos interpelan a vincularlas con la idea que tenemos de nosotros mismos.
Lo que puede pasar es que advirtamos que no nos conocíamos tanto como creíamos y la identidad de la que creíamos ser dueños se encuentra bastante difusa.
“Al hombre contemporáneo, prisionero en la ignorancia de sí -también en lo que se refiere a la autoestima-, le es muy fácil extraviarse en el camino de la vida. Abrumado por la masa ingente de información que recibe, agotado por el fastidio de tantas idas y venidas al encuentro de numerosos prejuicios para su inteligencia, es lógico que se encuentre muy fatigado. Desde luego que quiere ser él mismo y, sin embargo, es apenas un prisionero ofuscado en su desorientación vital. Conoce muchas cosas, pero tal vez ignore la que es más importante y principal: su propia persona. Acaso llega a encontrarse con otras personas al calor de un diálogo que los une y los lleva a compartir la intimidad entre ellos, pero, al mismo tiempo, no es capaz de encontrarse consigo mismo, tal vez porque su persona sea una perfecta desconocida.” (Polaino Lorente, En busca de la autoestima perdida)
Estamos saturados de sobreinformación. Conocemos lo que está pasando en China, Estados Unidos y en nuestro país de forma simultánea. Sabemos quién ganó las elecciones en España. Sin embargo, desconocemos a alguien mucho más importante: a nosotros mismos.
En las juntadas de amigos hablamos de política, de fútbol, de religión…y somos unos comentaristas bárbaros en estos temas. Ahora, cuando estamos solos, ¿tenemos la misma capacidad de introspección? ¿Conocemos a fondo nuestro interior?
Sin una identidad delimitada, construida con cuidado y con artesanía, no podemos proyectar a largo plazo. Se caen los cimientos. Mis gustos fluctúan. Mis intereses son volátiles. No sé realmente a dónde voy. Y sin querer, este recorrido nos lleva a erosionar un aspecto fundante de la identidad de cualquier ser humano: la autoestima.
Las personas auténticas construyen sobre la base de una sana autoestima y esta tiene que ver con algo muy simple pero muchas veces difícil de interiorizar: el conocimiento de su propia dignidad como personas. Una persona con autoestima conoce su verdadero valor y no se resigna a una escala de valores mediocre. Irradian autenticidad porque su identidad personal consigue demostrar coherencia con sus actos y con los demás. De manera que se conocen muy bien.
Por otro lado, la identidad de las personas auténticas no está consolidada en el exterior, es decir, en los demás, sino que responde a la esencia íntima de cada una de ellas. Y luego lógicamente ésta es reafirmada socialmente.
Es necesario aclarar que quienes son auténticos no carecen de contradicciones. No son individuos perfectos. Es el esfuerzo por tener el menor número de contradicciones lo que la diferencia del resto. Intentan ser coherentes, y aunque inevitablemente se equivocan, sus errores no dañan los cimientos en que han construido su plan de vida. Se comportan de la misma manera cuando están solos que cuando están acompañados.
“La capacidad de conocerse a sí mismo hace que la persona experimente su propio valor intrínseco, con independencia de las características, circunstancias y logros personales que más tarde acaso la definan e identifiquen como tal. […] Sin conocerse es muy difícil que uno pueda amarse a sí mismo -nadie ama lo que no conoce-, por lo que un amor así, en cierto modo sería un amor desnaturalizado, no puesto en razón, estereotipado, erróneo, equívoco y un tanto falaz.” (Polaino Lorente)
Sin una identidad clara no podremos lanzarnos al mundo. Las personas auténticas no se desatan del vínculo que las une a los demás. No se desligan de la responsabilidad que tienen para con el resto de la sociedad. Ser uno mismo no implica negar a mi prójimo o sumergirme en el individualismo. La autenticidad es una cualidad innata del verdadero líder, aquél que no se muestra perfecto, sino que se conoce tan bien que tiene claro cuáles son sus límites y defectos pero que logra trascender para comunicar un mensaje noble. Son ellos quienes constituyen una verdadera aristocracia de valientes, al atreverse a conocerse primero para luego poder entregar al mundo lo mejor de su esencia.
Son honestos consigo mismos porque para conseguir la autenticidad es necesario abandonar la imagen que queremos vender y elegir la libertad de ser nosotros mismos.
“También en la era digital, cada uno siente la necesidad de ser una persona auténtica y reflexiva. Además, las redes sociales muestran que uno está siempre implicado en aquello que comunica. Cuando se intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales. Por eso, puede decirse que existe un estilo cristiano de presencia también en el mundo digital, caracterizado por una comunicación franca y abierta, responsable y respetuosa del otro. Comunicar el Evangelio a través de los nuevos medios significa no sólo poner contenidos abiertamente religiosos en las plataformas de los diversos medios, sino también dar testimonio coherente en el propio perfil digital y en el modo de comunicar preferencias, opciones y juicios que sean profundamente concordes con el Evangelio, incluso cuando no se hable explícitamente de él. Asimismo, tampoco se puede anunciar un mensaje en el mundo digital sin el testimonio coherente de quien lo anuncia. En los nuevos contextos y con las nuevas formas de expresión, el cristiano está llamado de nuevo a responder a quien le pida razón de su esperanza.” (Benedicto XVI, Mensaje para la XLV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2011).
¿Te atrevés a ser parte de esta aristocracia de valientes? ¿Sos capaz de encontrar aquello que te hace auténtico para ofrecerlo a los demás?
¡¡Nos vemos en el próximo post!!
PD: Ah! 😃 ¿ya conocés nuestra sección de meditaciones diarias?
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