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Foto del escritorSantiago García

Hay un plan para tu vida



Antes que nada, respirá hondo y quédate tranqui, ésta es una pregunta que muchos nos hemos hecho y muchos más se siguen haciendo…

A lo mejor llegaste a ella por algún acontecimiento personal en tu vida; o fue el resultado de una búsqueda que empezaste hace un tiempo; o… simplemente es una duda que nace de… tu propia existencia.


“La verdad de la milanesa” es que, en medio del tedio y de las preocupaciones mundanas de cada día, tendemos a preguntarnos por el sentido de nuestra existencia. ¿Para qué hago todo esto? ¿Vine a este mundo solamente para cumplir ciertas “cosas que hay que hacer” que a simple vista parecen tan triviales?


La conciencia que vas adquiriendo sobre lo limitado de nuestra existencia te puede llevar a esta conclusión: “no puede ser que mi vida se reduzca a cuestiones tan superficiales. No puedo haber sido hecho solamente para trabajar 8 horas diarias o pedir delivery porque tengo mucha fiaca para cocinar”.

No. No puede ser, tenés razón. Y sí, hay algo más. Hemos sido llamados para mucho más. No podemos vivir solamente para las cosas inmediatas.


“No puedo reprimir las grandes cuestiones que se plantean, con mayor o menor frecuencia, en mi interior: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y adónde voy? ¿Por qué he nacido? ¿Qué hago yo en este planeta? ¿Qué queda de aquello por lo que he trabajado tanto? No puedo evitar estas preguntas que tocan una fibra muy íntima de mi ser” (Jutta Burggraf, “La Libertad vivida con la fuerza de la Fe”)

Esta encrucijada nos muestra que nuestro ser no sólo desea, o mejor anhela, trascender, sino que también posee una sed de eternidad. Mientras que nuestra realidad es perecedera, nuestro interior busca con insistencia saciar esa hambre de perfección e integridad, que las cosas más materiales de la vida (por muy placenteras que sean) no pueden satisfacer.


Inmediatamente percibimos una facultad que nos hace únicos como seres humanos: la libertad. El bajón se presenta cuando, al reconocernos libres, vemos que hay una variedad de caminos posibles… tantos como sabores de helado en el mostrador.

Sí, lamento informarte que, ante esa variedad de sabores, tenés que elegir algunos y en consecuencia descartar los otros. Seguro estás pensando, “ojalá sólo me ofrecieran chocolate”, o “un dulce de leche granizado me conformaría”.

Bueno amigo, déjame decirte que no es posible. Pero no desesperes, esto no significa que tenés que estar dos horas en el mostrador para elegir los sabores que querés en el cucurucho.


Primero lo primero. Cada persona es única e irrepetible. Por tanto, si cada uno de nosotros somos una edición limitada y no copias baratas, necesariamente el plan para cada uno de nosotros tiene que ser único. Por supuesto que compartimos una misma naturaleza, sino la pregunta sobre el sentido de nuestra existencia no respondería a un cuestionamiento universal, a un interrogante que todos tienen.


Por otra parte, cada uno de nosotros posee un espacio personal y único de intimidad donde nos planteamos esta pregunta y donde, en definitiva, dialogamos con Dios de forma particular.

Este espacio de intimidad al que sólo podemos ingresar nosotros, contiene nuestros anhelos más intensos y profundos. Ese deseo de eternidad existe en cada uno de nosotros porque responde directamente a un absoluto: Dios, por supuesto.


“Esto significa que trascendemos todo lo que se puede experimentar y conseguir, que estamos constantemente en camino, nunca realizados, que tenemos siempre hambre y sed de más verdad, de más justicia y más felicidad. La realización de este deseo insaciable de una plenitud última, de una justicia perfecta y una verdad infalible es algo que el hombre no puede alcanzar por sí solo. Todo intento sería en vano” (Burggraf, pág. 40)

De esta manera, nuestras ansias por lo absoluto no pueden ser satisfechas de forma completa en esta vida. Por lo tanto, el plan que Dios tiene para cada uno de nosotros se dirige inevitablemente a Él, es decir, al Origen. La felicidad que tanto buscamos sólo podemos encontrarla –completa, sin descuentos ni versiones “de prueba”- en Dios.


Estamos ante un rompecabezas, es verdad. Y el primer paso para ir develando el orden de las piezas que constituyen nuestro plan es, justamente, incluir a Dios en ese plan, sea cual sean las circunstancias particulares de cada uno. Hay que dejarlo entrar, porque Él es quien le da coherencia a cada una de las partes que conforman nuestra vida. Además, necesitamos de su gracia para corresponder a ese llamado específico, esa vocación en la que conseguimos ser plenamente lo que somos: con nuestras limitaciones, talentos, virtudes y detalles físicos que nos hacen únicos y, por eso mismo, distintos del resto de los seres humanos.


Si adquirimos la seguridad de que Dios tiene un plan particular para cada uno de nosotros, -y sabiendo esto ponemos los medios para que ese plan se vaya concretando lentamente cada día- nuestra confianza no podrá ser derribada ni por las circunstancias más adversas que se nos puedan presentar. No existe ni un cautiverio tan largo como el de Babilonia, ni una final tan frustrada de la Champions… que pueda hacerme cuestionar esto.


Es a partir de esta confianza que podemos hacer un uso verdadero de nuestra libertad. Dios es el único absoluto -en medio de los absurdos de nuestra vida- que puede darnos sentido completo y ayudarnos a tomar una sana distancia de lo mundano. Esto no significa que nuestra realidad corpórea se desentiende de nuestra alma. Al contrario, y como veremos más adelante, las dos forman una unidad que se sintetiza en nuestra voluntad y el entendimiento.


“Nosotros tenemos libre albedrío respecto de las cosas que no queremos por necesidad o por instinto natural. De aquí que no pertenezca al libre albedrío, sino al instinto natural, el que queramos ser felices” (Santo Tomás, I, q. 19, a. 10.)

Lo que Santo Tomás quiere expresar con esto, es que el hombre tiende naturalmente a buscar la felicidad. Forma parte de su naturaleza. El uso de nuestra libertad está ligado a la elección de los bienes que nos pueden acercar a esa felicidad que será definitivamente plena en la eternidad.

Acá entran en juego dos muchachas que son clave para ayudarnos a ejecutar nuestro Plan: la inteligencia y la voluntad.


Para empezar, la inteligencia (o entendimiento, como Santo Tomás también la llama) se relaciona con algo muy importante: el discernimiento entre lo bueno y lo malo y la capacidad para distinguirlos. El entendimiento se corresponde directamente con el conocimiento de la existencia de Dios que me permite elegir lo mejor y más noble de entre lo conocido, es decir, sobre lo que me rodea y por tanto, sobre mi vida. De esta manera, la voluntad es movida por el entendimiento, llevándome a obrar de acuerdo a lo mejor y más conveniente y no solamente por lo que dictan las modas, las circunstancias u otras presiones del momento. Igualmente, la felicidad se da en el obrar, es decir con nuestra acción, de manera que es necesario hacer uso de esa libertad.


¿Cuántas veces nos quedamos sentados esperando a que Dios nos envíe un mensaje por Instagram o nos etiquete en un tweet? ...Esperando a que en algún momento Él revele de forma súbita un plan perfectamente diseñado, con colores y notas adhesivas para que ahí entonces nos podamos poner manos a la obra.


A diferencia de la ansiedad por la inmediatez y los logros apresurados de este mundo, Dios no piensa así. Además, si nos entregara una lista como la del supermercado con lo que tuviésemos que hacer, ¿dónde queda el uso nuestra libertad? Claramente, Dios necesita que obremos empleando nuestro entendimiento y voluntad cada día de nuestra vida. El plan no se agota como una botella con agua. Dios nos va revelando un poco de ese plan cada día. Lo que pide es nuestra humildad para poner los medios y así corresponder.


Ahora bien, ¿qué lugar ocupan los sentimientos en todo esto? Efectivamente los sentimientos son un componente esencial de nuestra naturaleza afectiva, a través de la cual el hombre es capaz de amar a Dios y a los demás. Es necesario que los sentimientos se encuentren ajustados a mi plan, e incluso cuando eso no pase, que seamos capaces de decidir cómo queremos responder ante esa emoción.


“Una persona libre vive de acuerdo con lo que es. Vive de acuerdo con su orden interior, sin dejarse dominar por las situaciones que van y vienen, que hoy son, pero mañana ya no serán. La libertad no depende esencialmente de los sentimientos, aunque puede ser enriquecida por ellos. [...] Los sentimientos no son un fin en sí; no deben paralizarnos.” (Burggraf, pág. 64).

Vemos acá que nuestro Plan no se concuerda directamente con la sensación del momento o con alguna emoción intensa. Está por encima de cualquier circunstancia o estado particular de la persona. Es necesario lanzarnos a este misterio, con la confianza que sólo puede dar la Fe en Dios.


Hasta acá llegamos por ahora. Más adelante vamos a ver qué consejos prácticos nos pueden ayudar a descubrir el plan que Dios tiene para nuestra vida.


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