El profesor Jorge Ferro menciona que la buena literatura siempre aborda temas humanos atemporales. Cuestiones que, a pesar del paso del tiempo, responden a hombres de todas las edades históricas. Por mi parte, considero que uno de esos temas es el de la redención.
Aprovechando que por el Misterio de Navidad hemos recibido una vez más al Verbo Encarnado, me parece conveniente profundizar en este concepto ya que este tiempo constituye la antesala a una (o más bien a LA) historia de redención:
“El Dr. Wilkinson me hizo una última pregunta, que me pareció muy accesible. De todos los acontecimientos históricos que ha estudiado, dijo, ¿cuál en su opinión tuvo más impacto en el mundo? ¿Cómo podría equivocarme? Obviamente, no había una única respuesta correcta. El único problema era qué buena respuesta debía elegir. ¿Quizás la Revolución Francesa? ¿O la batalla de las Termópilas o la de Lepanto? ¿O la Revolución norteamericana? Olvidé lo que escogí, porque todo fue borrado de mi mente cuando el Dr. Wilkinson me informó la respuesta correcta, o al menos la respuesta correcta si realmente creía lo que él y yo creíamos lo que creíamos. Por supuesto que era la Encarnación. Punto a favor. Debes mantener todo en perspectiva y no dirigir tu vida espiritual y tu vida mundana como si fueran dos operaciones separadas”. (Antonin Scalia, Scalia Speaks, p. 137)
Para empezar, definamos el significado de redención. La etimología del término nos facilita el trabajo. Proviene del prefijo latino re, “de nuevo”; y del sufijo émere, “comprar”. Comprar de nuevo.
Antiguamente, se utilizaba en el contexto de la liberación de un esclavo, es decir, cuando alguien recuperaba su libertad, previamente arrebatada. Alguien tuvo que pagar rescate para que éste pueda considerarse libre.
De acuerdo con los teólogos, el concepto se reviste de una cualidad trascendental. Cristo, por medio de su muerte, compró nuestra libertad antes aprisionada por el Pecado Original. Su muerte constituyó la expiación de nuestros pecados. Es de esta manera como toda la humanidad fue redimida. Nuestra vida podría caracterizarse como una sucesión de caídas y redenciones constante.
En el post anterior, donde afirmaba que el buen humor es algo innato al cristiano, mencionaba también el uso de la paradoja en Chesterton para dilucidar la aparentemente contradictoria realidad del ser humano. Como nuestra realidad está atravesada por el pecado original y al mismo tiempo por el Sacrificio de Cristo, podemos alcanzar la redención en nuestra vida. Gracias al precio que Cristo pagó por nosotros, es posible redimir actos de nuestra propia existencia. Y para explicarles mejor esto, voy a contarles la historia real de alguien que fue capaz de esto.
Louis Zamperini nació en la ciudad de Nueva York en 1917. Hijo de padres italianos, en 1919 se mudaron a Los Ángeles, California. Resulta interesante describir la infancia de Louie:
A los 5 años empezó a fumar las colillas que encontraba en su viaje diario a la guardería. Comenzó a beber una noche, cuando tenía 8 años; tomó las copas de vino llenas que estaban en la mesa del comedor, se escondió debajo de la mesa y las vació. Luego salió de la casa trastabillando hasta caer en un rosal. Un día Louise [su madre] descubrió que Louie se había clavado una vara de bambú en la pierna; otro día tuvo que pedir a un vecino que cosiera el dedo del pie casi cercenado de su niño.
En otra ocasión Louie se presentó cubierto de petróleo, pues se había puesto a escalar un pozo petrolero para luego tirarse de cabeza a un estanque aledaño. Estuvo a punto de ahogarse. Se necesitaron cuatro litros de aguarrás y mucha paciencia para restregarlo hasta poder reconocerlo de nuevo. (Laura Hillenbrand, Unbroken, p. 15)
Las travesuras de Louie se transformaron en delitos menores al alcanzar la adolescencia. Si ocurría algún evento desafortunado, aquél era el primero en ser señalado por todo el pueblo. A esas alturas nadie, ni siquiera Louie, podía augurarle un buen futuro. Para decirlo de forma más clara, nadie daba ni dos pesos por el muchacho. Nadie excepto su hermano Pete. Él sabía que Louie podía ser mucho más, y cuándo corroboró su extraordinaria velocidad para escaparse de los policías, decidió anotarlo para la carrera de la milla[1] en el colegio.
Como todo deporte de competición, requería de mucho esfuerzo y compromiso. Pero el hermano de Louie dijo a éste algo que quedaría inscripto en su cabeza para siempre:
“Una vida de gloria bien vale un momento doloroso”. (Laura Hillenbrand, Unbroken, p. 41 )
Aunque no lo crean, Louie llegó a romper récords nacionales, e incluso participó en los Juegos Olímpicos de 1936 en Alemania. Para ese entonces, ya había abandonado esa vida errante e inestable, había hecho muchos amigos; y de alguna forma había dejado de ser una especie de paria para quienes lo rodeaban. A través de sus propios actos, fue capaz de redimir su propia existencia para conseguir transformarla en una vida con sentido. Considero que esta frase de su hermano Pete, define muy bien la idea de redención, aunque no logra completarla del todo. Ya veremos más adelante lo quiero decir con esto.
Como todo lo bueno dura poco, la fantástica carrera deportiva de Louie se vio interrumpida por la Segunda Guerra Mundial. Con 24 años, se enlistó como bombardero de la fuerza aérea norteamericana. Del lado de los Aliados, combatió en la guerra que se libraba en el Pacífico contra Japón. Pilotear un avión era mucho menos sencillo que en la actualidad, lo que hacía aumentar enormemente las chances de caer al océano.
Durante una expedición de rescate, en mayo de 1943, su avión (y los 10 tripulantes que viajaban con él) cayó al Pacífico. Solo tres de ellos sobrevivieron, incluido Louie, que milagrosamente consiguió librarse de los alambres hasta volver a alcanzar la superficie inconsciente. En su biografía él cuenta que al día de hoy nunca entendió cómo sucedió. Dios tenía otros planes para él.
Naufragaron durante 47 días [2]. Sin comida, tuvieron que arreglárselas con lo poco que podían conseguir, tarea además dificultada por los ansiosos tiburones que acechaban los botes.
“Al sexto día sin agua los hombres reconocieron que no llegarían mucho más lejos. Mac (uno de sus compañeros) se venía abajo a pasos agigantados. Bajaron la cabeza mientras Louie rezaba. Si Dios pudiera saciar esa sed, juró, le dedicaría su vida. Al día siguiente, por intervención divina o gracias a las corrientes siempre impredecibles de los trópicos, el cielo pareció abrirse y la lluvia cayó en abundancia. El agua se terminó dos veces más, dos veces más oraron y dos veces más llegó la lluvia. Las lluvias les dieron justo el agua suficiente para durar un poco más. Si sólo divisaran algún avión”. (Ibid., p. 147)
El día del rescate llegó, pero no como esperaban. Cuando cayeron en la cuenta de que habían sido encontrados por un barco japonés, no sabían si tomarlo como una bendición o más bien como una maldición. Estaban por corroborar las terribles historias que habían escuchado acerca de los campos de prisioneros nipones. Así comenzó el derrotero de Louis Zamperini como prisionero; derrotero que duraría dos años hasta el fin de la guerra.
No puedo detenerme en muchos detalles acerca de la dura vida de nuestro personaje y de muchos otros soldados aliados detenidos en estos campos. Solo puedo mencionarles que las torturas eran constantes, la pésima alimentación derivaba en enfermedades graves y el trabajo semi-esclavo debilitaba el cuerpo y el espíritu de cada uno de ellos.
“…los guardias procuraban despojarlos de aquello que los había mantenido vivos a pesar de haber perdido todo lo demás: deseaban quitarles la dignidad. El sentido del respeto por ellos mismos y el de la valía personal, siendo el armamento último y más sutil del alma, yace en el corazón de lo humano; ser privado de la dignidad equivale a deshumanizar, a poner por encima o por debajo de lo humano a un ser. Las personas sometidas a un tratamiento deshumanizado experimentan profunda desdicha y soledad, y descubren que es demasiado difícil mantener la esperanza. Sin dignidad, el sentido de identidad es borrado. En su ausencia los hombres no logran definirse por sí mismos, sino que terminan siendo definidos por sus captores y por las circunstancias en que los obligan vivir”. (Ibid., p. 172)
Mutushiro Watanabe es el arquetipo perfecto del captor que busca arrebatar la dignidad a un prisionero. Obsesionado con Louie, fue extraordinariamente cruel con él. Desde golpizas que duraban horas, hasta castigos físicos que podrían quebrar a cualquier ser humano. Tal humillación duró hasta que terminó la guerra en abril de 1945. Durante todo ese tiempo, Louie había sido dado por muerto, ya que nunca había sido rescatado y el ejército norteamericano no conocía su status de prisionero de guerra. Transcurrió casi un año y medio hasta que fue capaz de comunicar a su familia que seguía vivo.
Las marcas que dejan hechos tan traumáticos como éstos son permanentes. No es necesario que aclare esto. Quienes conocen historias como la de Viktor Frankl, saben que el sufrimiento no termina una vez que uno vuelve a casa. El trauma y el sufrimiento no son una mochila de la que uno puede librarse fácilmente. Es trabajoso volver a ser uno mismo después de haber vivido algo así.
Louie regresó a Los Ángeles. Logró casarse y tener dos hijos. Pero las secuelas de la guerra habían calado profundo. Experimentaba sueños terroríficos con Watanabe y había caído en el alcoholismo [3]. Su vida rodaba cuesta abajo. El resentimiento que sentía para con aquel oficial estaba consumiéndolo. Incluso se planteó regresar a Japón para asesinarlo. El matrimonio con su esposa se estaba deteriorando y, aunque ella no quería, comenzó a considerar seriamente el divorcio. Louie había abandonado toda esperanza. Se había entregado absolutamente al vicio. Parecía no haber salida.
Para que la redención pueda efectivamente ocurrir en la vida de alguien, debe suceder lo que Romano Guardini denomina metanoia. Es decir, debe suceder una conversión espiritual, un “cambio de corazón”.
“Al hombre se le exige que se decida ante el mensaje de la salvación. Que siga ese mensaje, que lo oiga y que haya «sido tocado por él, es gracia; y gracia es también cuando se abre y cree; pero esta decisión constituye a la vez su acto y responsabilidad más propios […] Y ambas cosas están, no una junto a otra, como una cooperación desde fuera; sino dentro una de la otra, en la unidad indisoluble de un único proceso existencial. Lo mismo se le exige al hombre vivir en la fe, realizar en el seguimiento de Cristo la metanoia del sentir y del pensar, que es la transformación de toda manera de vivir y de ser”. (Romano Guardini, La Libertad cristiana)
Louie consigue la redención recién cuando su esposa lo lleva a escuchar a un predicador que estaba visitando Los Ángeles. Y si bien era protestante, fue capaz de escuchar el mensaje de Cristo que provocó un profundo eco en su corazón:
“Un recuerdo que ya había sido olvidado, el que había tenido la noche anterior, se le vino encima. Louie estaba en la balsa. Ahí estaba el bueno de Phil tumbado frente a él, lo mismo que el esqueleto viviente de Mac. El océano se extendía en todas direcciones; el sol los cubría y los tiburones daban vueltas esperando. Él era un cuerpo en la balsa, un cuerpo que moría de sed. Sintió que pronunciaba palabras con los labios hinchados. Era una promesa hecha al cielo, una promesa que no había cumplido, una promesa que se había permitido olvidar hasta ese instante: Si me salvas, te serviré para siempre. Y luego, estando debajo de una carpa de circo en una noche despejada en el centro de Los Ángeles, Louie sintió que llovía.” (Hillenbrand, p. 344).
Nunca volvió a tomar. La transformación fue radical. Se convirtió en conferenciante y se dedicó a viajar por todo el país para comunicar a través de su historia, un mensaje de esperanza y redención en Cristo. En 1952 viajó a Japón para perdonar a todos sus captores. Mutsuhiro Watanabe seguiría prófugo del gobierno norteamericano hasta el indulto que algunos años después decretarían para los soldados de guerra que tenían sentencia. Creyendo que se había suicidado, Louie lo dio por muerto. Hasta que, en 1998, cuando le ofrecieron cargar la antorcha de los nuevos Juegos, vio una excelente oportunidad para reunirse con su torturador y poder perdonarlo. Lamentablemente, Watanabe se negó. Sin embargo, Louie le escribió una carta:
“Para Matsuhiro [sic] Watanabe: Como resultado de mi experiencia como prisionero de guerra bajo su injustificado e irracional castigo, mi vida de posguerra se convirtió en una pesadilla. No fue tanto debido al dolor y al sufrimiento, sino debido a la tensión y la humillación. Yo llegué a odiarlo con sed de venganza. Bajo su autoridad, mis derechos, no sólo como prisionero de guerra sino como ser humano, me fueron arrancados. Fue difícil mantener la dignidad suficiente y la esperanza para poder vivir hasta el final de la guerra. Las pesadillas hicieron que mi vida se derrumbara, pero gracias al encuentro con Dios por medio del evangelista Billy Graham, entregué mi vida a Cristo. El amor reemplazó el odio que sentía por usted. Cristo dijo: «Perdona a tus enemigos y ora por ellos”. Como usted probablemente sabe, regresé a Japón en 1952 [sic] y se me permitió dirigirme a todos los criminales de guerra en la prisión de Sugamo... Entonces pregunté por usted, y se me dijo que probablemente se había realizado el Hara Kiri, lo que fue muy triste de escuchar. En ese momento, al igual que los demás, también lo perdoné y ahora esperaría que también se convirtiera en cristiano”. (Ibid., p. 361)
Louis Zamperini es un hombre redimido. No por un mero cambio de conducta o por algún hecho humano externo delirante como si se tratara de una película. Louie consiguió la redención porque primero fue redimido por Cristo.
Si bien Louis no logró dar el paso a la plenitud de la Revelación y Redención que se encuentran en la Iglesia Católica, confiamos que la infinita misericordia de Dios haya tenido en cuenta los grandes padecimientos que soportó con paciencia y haya encontrado el camino para ganar completamente su alma.
El Adviento ya terminó y la Navidad es ahora el tiempo que Dios nos regala. Y aunque suene cliché, significa que es momento para empezar de nuevo. Pero sobre todo para renovar nuestra Esperanza. Cuando tomamos verdadera conciencia de que Cristo nace de nuevo cada vez que celebramos Navidad y que no se trata simplemente de un hecho conmemorativo, podemos acercarnos un poco más al significado de este acontecimiento extraordinario. Y entonces, ¿qué significa? La respuesta es sencilla y consiste básicamente en entender el valor que cada uno de nosotros tenemos. Cristo viene por el valor intrínseco que poseemos como hijos de Dios. Porque somos hijos valiosos de un Padre. Esto no implica que la celebración gira en torno a nosotros, sino que gira en torno a quien vive en cada uno de nosotros. Y ese es Cristo. “La sed es, en definitiva, un grito del Espíritu en el corazón del hombre para que no se conforme con una vida mediocre”. Por eso este día se reviste de un marco especial. No existe mejor momento que este para abandonar nuestros resentimientos, perdonar aquello que todavía no hemos logrado perdonar y comprometernos a seguir luchando por conseguir aquello para lo que hemos sido hechos y pensados.
Por lo tanto, el espíritu de la Navidad no se puede limitar solamente a vivir una “temporada”. Es la manifestación explícita del plan redentor divino para nuestra afectada condición humana. La Navidad busca transformar el corazón del hombre para que sea capaz de irradiar el mensaje de Cristo en los actos de su vida. No debemos tener más que gratitud hacia este regalo que no merecemos, pero que urgentemente necesitamos. Pidamos Nuestra Madre, María Santísima, madre del Verbo Encarnado y Madre también de nuestra redención; que nos permita ser testigos en primera fila del milagro divino de la Salvación.
[1] La carrera de la Milla es una modalidad de carrera a pie proveniente de Inglaterra, cuya distancia a recorrer concuerda con esta unidad de medida itineraria, 1.609,344 metros (o 1.760 yardas). Fue muy popular durante las décadas de 1950 y 1960, pero en 1976 la Asociación Internacional de Federación Atléticas decidió oficializar todas las carreras con el sistema métrico internacional y fue relevada por los 1.500 metros. [2] De acuerdo con los informes realizados por el servicio médico de la rama del Lejano Oriente de la fuerza aérea, se rescató a menos del 30 por ciento de los hombres cuyos aviones desaparecieron entre julio de 1944 y febrero de 1945. Incluso cuando se conocía la localización de la nave, sólo el 46 por ciento de los hombres se salvaban. En algunos meses las cosas estuvieron aún peor. En enero de 1945 sólo 21 de los 167 miembros del Comando de Bombardeo XXI fueron rescatados (un 13 por ciento). [3] Muchísimos hombres escaparon de sus dolencias a través del alcohol. En un estudio realizado entre ex prisioneros del Pacífico, se descubrió que más de una cuarta parte fue diagnosticado de alcoholismo. (Hillenbrand, p. 319)
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