Llegó la cuaresma, primero, ¡la cuarentena! después, y… ahora la Semana Santa, la semana más importante del año para los católicos. ¿Y todavía seguimos “sin tiempo para Dios”? Tal vez pensábamos que el “aislamiento obligatorio” nos iba a dar automáticamente esa vida de oración que no teníamos. Pero eso no pasó. Y entonces, descubrimos que no era que no teníamos tiempo, es que no tenemos planeado dárselo.
Y no tenemos planeado dárselo por una sencilla razón: no sabemos hacer oración. Y como no sabemos, no gustamos de la oración y como no nos gusta... buscamos otra cosa para hacer que sí nos guste.
Pero no nos va a gustar algo que no tiene ni siquiera lugar en nuestra agenda.
Por eso, tenemos que planificar y agregar nuestro tiempo con Dios en nuestra agenda diaria. En nuestra lista de tareas, este encuentro con Jesús tiene que ser una prioridad. Es el mejor propósito que deberíamos tener en esta Semana Santa, y ya estar así preparados y entrenados para cuando todo vuelva a la normalidad.
Siguiendo las indicaciones de los expertos en administración del tiempo, y eficacia, tenemos que poner en nuestra lista las cosas de mayor a menor importancia y urgencia, y no pasar a la siguiente tarea sin haber terminado la anterior… por lo tanto en nuestra checklist diaria, lo primero que tenemos que hacer es rezar, antes de pasar a cualquier tarea. También es lo último que tenemos que tildar antes de ir a dormir. Y mucho mejor si también logramos ponernos en la presencia de Dios durante el día.
Pero hoy quiero mostrarte la fuente de la auténtica felicidad, porque como dice el Salmo 34, la oración es esta fuente, porque quien la practica no dejará de “gustar y ver que bueno es el Señor”.
Así que empecemos por aclarar algo:
La oración no es una técnica, sino una gracia.
La oración no es un “yoga” católico. Tenemos que empezar distinguiendo lo que es rezar realmente, de otras actividades espirituales. Por que, si no estamos atentos, esa sed que naturalmente tenemos por lo absoluto, por lo místico, por la trascendencia, puede derivar en experiencias que nos causen decepciones y que incluso pueden llegar a ser destructivas para nuestra alma.
Entonces como decíamos, la vida de oración no es fruto de una técnica, sino un don que recibimos. Esto es importantísimo tenerlo en cuenta.
Como decía Santa Juana de Chantal: “El mejor método de oración es no tenerlo, porque la oración no se obtiene por artificio (o como diríamos hoy, por técnica) sino por gracia”.
No hay recetas ni procedimientos que basten para rezar bien. La verdadera oración contemplativa, es un don que Dios nos da gratuitamente, pero que tenemos que aprender a recibirlo, porque, aunque Dios se de libremente y gratuitamente a nosotros, espera cierta iniciativa y cierta actividad de nuestra parte, aunque de hecho en definitiva todo el edificio de la vida de oración descanse en la iniciativa de Dios y en su Gracia. Teniendo esto claro, vamos a evitar las tentaciones que a veces son sutiles, de basar la vida espiritual en nuestros propios esfuerzos y no en la misericordia gratuita de Dios.
“Todo el edificio de la oración se basa en la humildad”, como decía Santa Teresa, o sea, en la convicción de que nada podemos por nosotros mismos, sino que es Dios, y sólo Él, quien puede aportar cualquier bien a nuestra vida.
¿Y si la oración no es una técnica sino una gracia y un don, cuáles son las condiciones para recibirlo?
Las condiciones son ciertas actitudes interiores, es decir, las disposiciones de nuestro corazón.
Estas disposiciones interiores con las que rezamos son las que hacen fructífera nuestra vida de oración, más que el modo que adoptemos para rezar.
Por eso nuestra principal tarea tiene que ser esforzarnos por adquirir, conservar e intensificar esas disposiciones del corazón. El resto va a ser obra de Dios.
Tenemos que convencernos y creer que, a pesar de nuestras dificultades y debilidades, Dios nos dará la fuerza necesaria para perseverar. Y que, el que persevera con confianza, va a recibir infinitamente más que lo que se anima a pedir o a esperar. No porque lo merezcamos, sino porque Dios lo prometió. Por eso venzamos la tentación de abandonar la oración cuando no sentimos nada a nivel sensible, o cuando no vemos frutos rápidos, o cuando parece que lo que pedimos, Dios no lo está escuchando, Hagamos en esos momentos un acto de fe, en que Dios va a cumplir su promesa en el momento oportuno para nuestro bien.
Fidelidad y perseverancia
Ante todo, en este camino de la oración, tenemos que luchar por la fidelidad. Lo que importa no es conseguir una oración hermosa y gratificante, con ideas geniales o sentimientos profundos… lo que importa es la oración fiel y perseverante.
No tenemos que fijarnos en la calidad de la oración, sino principalmente en la fidelidad en la oración, porque la calidad va a ser fruto de la fidelidad.
Un rato de oración árida, pobre, distraída, relativamente corta, pero mantenida fielmente todos los días, es más valiosa y será mucho más fecunda para nuestro avance, que las largas oraciones inflamadas, hechas de tarde en tarde cuando las circunstancias son favorables.
Por eso, la primera batalla que tenemos que ganar, después de la decisión de comprometernos a rezar seriamente…, es la batalla de la fidelidad a toda costa, según el plan y el ritmo que hayamos fijado. Y no es una batalla fácil. Ya sabemos quien anda detrás impidiendo esa fidelidad, porque conoce el riesgo de que las almas se le escapen por este medio, o de que algún día se le van a escapar, por eso se empeña más que en cualquier otra cosa, en alejarnos de la oración.
Entonces, vale más una oración pobre, pero regular y fiel, que unos momentos de oración sublimes pero esporádicos.
La oración, en definitiva, no es otra cosa que un ejercicio de amor de Dios. Y para nosotros, que vivimos inmersos en el ritmo del tiempo, no hay amor verdadero sin fidelidad. ¿Cómo vamos a pretender amar a Dios si no somos fieles a la cita de la oración?
Pureza de intención
Es otra actitud interior esencial. Limpio de corazón no es el que no tiene nada de que arrepentirse, sino que es el que tiene la sincera intención de olvidarse de sí mismo para agradar a Dios en todo lo que hace, de vivir para Él y no para sí mismo.
Si nos buscamos a nosotros mismos, nuestra propia alegría, vamos a abandonar la oración apenas nos resulte difícil, árida o cuando no tengamos satisfacción o el gusto que esperábamos.
Por eso, no tenemos que rezar para deleitarnos nosotros o por los beneficios que da la oración, ¡incluso aunque de hecho esos beneficios sean inmensos!... sino que tenemos que rezar principalmente para agradar a Dios, porque Él nos lo pide. Tenemos que rezar no para nuestro gozo sino para el gozo de Dios.
Esta pureza de intención es exigente, es cierto, pero también libera y nos apacigua. Cuando nuestra oración “no funcione”, no tenemos que inquietarnos, sino consolarnos sabiendo que ¡lo que cuenta es el dar nuestro tiempo a Dios gratuitamente, y proporcionarle una alegría!
El demonio intentará descorazonarnos con este argumento: ¿cómo pretendes que tu oración sea grata a Dios en medio de tu miseria y tus defectos?
La respuesta que tenemos que darle está basada en el núcleo del Evangelio, y que Santa Teresa nos recuerda: “El hombre no agrada a Dios por sus méritos y sus virtudes, sino ante todo por la confianza sin límites que tiene en su misericordia”...
Si te gustó todo lo que leíste, te invito a profundizarlo en el libro “Tiempo para Dios”, porque todo lo saqué de ahí. No te lo quise decir antes, para que por no bancarte el spoiler dejes de leer jajaja, de todos modos, yo solo te conté unos pocos puntos, el libro realmente es muy clarificador, y muy útil para poner bien los cimientos de nuestra vida de piedad. Espero puedas leerlo.
¡Dios te bendiga!
Perseveremos en los buenos deseos y en la confianza: Dios mismo pondrá en nosotros el amor con el que podremos amarle.
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