La cuarentena se volvió a extender... “Seguí participando” nos dijeron desde arriba... Ya sé, para muchos eso es un problema, pero también es una nueva oportunidad para aprender finalmente a aprovechar mejor algo tan valioso como es el tiempo. También es una ocasión para decidirnos a arrancar (o retomar) aquellas actividades que, por las ocupaciones de la vida “normal” que teníamos, muchas veces no pudimos atender como nos hubiera gustado.
El problema, es que este “regalo” de “tiempo extra” en casa… viene acompañado de otra circunstancia o de un “estado” del ser humano que seguramente todos hemos experimentado (y experimentamos) en algún momento y con el cual no siempre nos llevamos bien... Sí, me refiero a la soledad...
Por lo general, percibimos a la soledad como un mal. Y no es una afirmación del todo equivocada. Pero creo que la tomamos como un sufrimiento cuando no tenemos algo noble con que llenarla.
Cuando transitamos por el “desierto” que la soledad parece personificar, buscamos incansablemente un remedio para conseguir que se termine. Muchas veces esos remedios no son los más sanos… son más bien distracciones improductivas: jugar a “la play”, ver una temporada completa en Netflix de principio a fin, comer… y comer… Pero buscar la compañía de un buen amigo, por ejemplo, tristemente no suele ser una de ellas. Al contrario, -y como afirma Santo Tomás- la amistad es una de las principales fuentes de la felicidad que brinda sentido a nuestra existencia. Y ojo, no se trata de “cantidad” de amigos de Facebook, sino verdaderas amistades, aunque sean pocas.
Pero, ¿qué pasa cuando no podemos aprovecharnos de estos verdaderos remedios para la soledad como la compañía de un amigo? Como sabemos, la cuarentena limita nuestro contacto físico con quienes están fuera de nuestra casa. Para muchos esta ausencia de compañía se transforma en un problema. Y es que la soledad en estas circunstancias puede llevarnos a entrever un miedo que muchos tenemos: el de convivir con nosotros mismos...
Esto le pasaba al protagonista de “Crimen y Castigo” de Dostoievsky: Raskólnikov, un chico que tiene que abandonar sus estudios por la situación de pobreza que está viviendo. Este estado de inactividad lo lleva a “sobrepensar” (pensar demasiado) y decide cometer un hecho aberrante (no les voy a spoilear nada, así lo pueden leer después, jaja). Y entonces el resto de la historia transcurre con la inquieta conciencia del protagonista que no lo deja tranquilo por el crimen cometido. Lamentablemente tiene que convivir consigo mismo y con sus miserias; es una realidad que no le agrada pero que la soledad destapa de forma cruda.
Con el trabajo en casa, sin necesidad de sacar el auto o de asistir a eventos sociales, las horas de nuestros días se multiplican... Como consecuencia, los momentos para escuchar (y escucharnos) se incrementan y esto puede activar una alarma dentro de nosotros. Las distracciones cotidianas funcionan a modo de sedantes de nuestro interior, interrumpiendo la posibilidad de reflexionar sobre nuestra vida y nuestra existencia. La soledad desencadena el silencio, algo a lo que el mundo moderno no está acostumbrado. Porque, como sabemos, el silencio no sólo abre el diálogo con nosotros mismos, sino que abre las puertas de par en par al diálogo con Dios.
En su libro “La fuerza del Silencio”, el Cardenal Robert Sarah afirma que el silencio es la ley de los planes divinos. Y tiene razón. El silencio devela mucho más que cualquier ruido. Por eso nos inquieta y nos estremece. Nos muestra mucho más de nosotros mismos y de nuestra identidad. Permite que nuestra conciencia entre en un diálogo ininterrumpido con nuestra alma, mostrándonos nuestras miserias, nuestras inseguridades y miedos. Sin embargo, hay algo más importante que el silencio devela y son nuestros más profundos deseos. Nuestros anhelos. Dónde está realmente anclada nuestra vida, hacia dónde queremos ir y qué estamos dispuestos a hacer por ello.
Este silencio que nos pone en frente de Dios nos lleva de la mano, casi sin darnos cuenta, a la oración. Como mencioné antes, abre un diálogo y de ninguna manera se trata de un monólogo. Peter Kreeft lo pone en mejores palabras:
"La mayoría de nosotros habla demasiado […]. ¿Por qué será que le hablamos tanto a Dios que no tenemos tiempo de escucharlo? Cuánta paciencia debe tener Dios, esperando que nos deshagamos de todo el ruido mental y verbal con la esperanza de que haya un intervalo de silencio antes de que nos pongamos de nuevo a conversar con el mundo sin interrupción. En ese segundo de silencio, en ese brevísimo intervalo que hay entre el momento en que dejamos de hablarle a Dios y comenzamos a hablarle al mundo, Dios nos regala más gracias que en ningún otro lugar, a excepción de la que nos otorga con los sacramentos." (Peter Kreeft, Job)
Son incontables las gracias que los santos atribuyen al silencio. No por nada hoy en día todos buscan, de una u otra manera, poder gozar de él. Porque paradójicamente, aunque la palabra denote un “vacío”, llena nuestro espíritu. La soledad nos atemoriza porque en el fondo tenemos miedo de conocer la Verdad. Porque conocer la Verdad nos exige en muchos casos dar un giro de 180° en nuestra vida. Nos atemoriza abandonar la comodidad del ruido diario. Nos sobrepasa vernos a los ojos de Dios sin escapatorias... Concluimos que es más bien una tortura que una solución, aunque nuevamente nos encontramos con otra contradicción del silencio. Porque él aleja nuestros miedos e inseguridades; destierra falsas ilusiones o ansiedades; fortalece nuestras convicciones -muchas veces puestas en duda por el mundo-; nos da la chance de redoblar la apuesta para hacer uso pleno de nuestros talentos. En fin, son innumerables las gracias que nos alcanza. Siempre y cuando, claro, decidamos ponernos de manera sincera a su disposición. Por eso la soledad es genial....
Termino con un pasaje de Lewis en “Letras a Malcolm”:
¿Y cuál es, se preguntará, la ventaja de todo esto? Para mí —no hablo de nadie más—, la principal ventaja es que coloca debidamente la oración en la realidad presente. Con independencia de cualquier otra cosa que sea o no sea real, esta confrontación momentánea ocurre sin la menor duda: ocurre siempre salvo cuando estoy dormido. Aquí se halla la verdadera unión de la actividad de Dios y la del hombre, y no se trata de una unión imaginaria que podría ocurrir si fuéramos ángeles o si Dios encarnado entrara en el espacio. No se plantea aquí la cuestión de un Dios «ahí arriba» o «ahí fuera»; más bien, la operación presente de Dios es «aquí dentro», como fundamento de mi propio ser, y «ahí dentro», como fundamento de la materia que me rodea, y Dios abrazando y uniendo a ambos en el milagro diario de la conciencia finita (p. 59)
Tal vez la soledad ponga en evidencia la fragilidad que tiene la oración en nuestra vida… y la necesidad que tenemos de fortalecerla. O nuestra evasión por vivir el tiempo presente. Porque si hay algo que manifiesta el silencio y la soledad es la realidad del tiempo presente. Y ahí no existe el pasado ni el futuro, más que sólo este momento. Preferimos ignorar la realidad de cómo nos sentimos o de cómo están quienes conviven alrededor nuestro.
Para animarnos a dejar de estar “en línea” de manera ininterrumpida, tenemos que atrevernos a entrar en diálogo con nosotros mismos y nuestros anhelos. Abrirnos a este camino implica ser vulnerables. Implica librarnos de las vendas y de la imagen que tenemos frente al mundo y sobre todo frente a las redes sociales, para volver a entrar en ellos… renovados y con nuestro sentido de existencia claro.
¿El primer paso? Apagar un rato el teléfono, silenciar todo aquello que pueda ser una distracción, suspender el movimiento por un rato y abrirnos al diálogo con ese silencio que nos intimida. La única manera de conocer este misterio es disponiendo nuestros sentidos y nuestra voluntad para contemplarlo. Animate a transformar la idea negativa que tenemos del silencio para transformarte durante este tiempo de soledad.
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